PHILIP ARTHUR LARKIN [1922-1985]
NO ESTAR EN NINGUNA PARTE
Trabajo todo el día, y medio me emborracho por la noche.
A las cuatro me despierto en medio de una oscuridad insondable.
Fijo la vista. A su tiempo, al filo de la cortina acrecerá la luz.
Hasta entonces veo lo que realmente estuvo siempre ahí:
la muerte sin tregua, ahora un día más cercana,
impidiendo cualquier otro pensamiento, salvo cómo,
y dónde, y cuándo moriré.
Estéril interrogante, más el espanto
de morir y estar muerto,
relampaguea de nuevo para horrorizar, para poseer.
La mente desconcertada por el resplandor. No por remordimiento
- el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo que se fue,
desgarrado y sin usar – ni porque, desdichadamente,
se precise mucho tiempo para remontar y liberar
una vida de sus errados comienzos, y puede que nunca se logre;
pero sí por el vacío total y eterno,
la extinción cierta hacia la que viajamos,
y en la que estaremos perdidos para siempre. No estar aquí,
no estar en ninguna parte,
y muy pronto; nada más terrible, nada más verdad.
Es una manera especial de sentir miedo,
que no se esfuma con ningún truco. La religión lo intenta,
ese vasto y apolillado brocado musical
creado para fingir que nunca morimos,
ese rollo engañoso que dice que ningún ser racional
puede temer a una cosa que no sentirá, apartando la mirada
de lo que tememos: no tener ojos, ni oído,
ni tacto, sabor u olor; nada en lo que pensar,
nada que amar o a lo que poder unirnos;
el anestésico del que nadie recobra el sentido.
Quedarse así solamente al borde de la visión,
pequeño borrón desenfocado, con un escalofrío continuo
que debilita y conduce hacia la indecisión cada impulso.
La mayoría de las cosas puede que nunca sucedan: ésta ocurrirá,
y lo certero de su cumplimiento nos hace enfurecer
cuando estamos atrapados en el horno del miedo,
sin compañía, o una copa en la mano. El valor es inútil:
dicho sea, no para que otros se asusten. Ser valiente
no permite a nadie librarse de la tumba.
Lamentada o combatida, la muerte es la misma.
Lentamente la luz se afirma, y la habitación toma forma.
Como un armario, resulta evidente lo que sabemos,
lo que hemos sabido siempre, el saber que no podemos escapar;
y aun así no podemos aceptarlo. Habrá que decidirse.
Entretanto, en oficinas cerradas, los teléfonos agazapados
se preparan para sonar; y todo el impasible,
intrincado y agrietado mundo comienza a despertar.
El cielo es blanco como arcilla, sin sol.
El trabajo nos reclama.
De casa en casa, como médicos, van los carteros.
A las cuatro me despierto en medio de una oscuridad insondable.
Fijo la vista. A su tiempo, al filo de la cortina acrecerá la luz.
Hasta entonces veo lo que realmente estuvo siempre ahí:
la muerte sin tregua, ahora un día más cercana,
impidiendo cualquier otro pensamiento, salvo cómo,
y dónde, y cuándo moriré.
Estéril interrogante, más el espanto
de morir y estar muerto,
relampaguea de nuevo para horrorizar, para poseer.
La mente desconcertada por el resplandor. No por remordimiento
- el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo que se fue,
desgarrado y sin usar – ni porque, desdichadamente,
se precise mucho tiempo para remontar y liberar
una vida de sus errados comienzos, y puede que nunca se logre;
pero sí por el vacío total y eterno,
la extinción cierta hacia la que viajamos,
y en la que estaremos perdidos para siempre. No estar aquí,
no estar en ninguna parte,
y muy pronto; nada más terrible, nada más verdad.
Es una manera especial de sentir miedo,
que no se esfuma con ningún truco. La religión lo intenta,
ese vasto y apolillado brocado musical
creado para fingir que nunca morimos,
ese rollo engañoso que dice que ningún ser racional
puede temer a una cosa que no sentirá, apartando la mirada
de lo que tememos: no tener ojos, ni oído,
ni tacto, sabor u olor; nada en lo que pensar,
nada que amar o a lo que poder unirnos;
el anestésico del que nadie recobra el sentido.
Quedarse así solamente al borde de la visión,
pequeño borrón desenfocado, con un escalofrío continuo
que debilita y conduce hacia la indecisión cada impulso.
La mayoría de las cosas puede que nunca sucedan: ésta ocurrirá,
y lo certero de su cumplimiento nos hace enfurecer
cuando estamos atrapados en el horno del miedo,
sin compañía, o una copa en la mano. El valor es inútil:
dicho sea, no para que otros se asusten. Ser valiente
no permite a nadie librarse de la tumba.
Lamentada o combatida, la muerte es la misma.
Lentamente la luz se afirma, y la habitación toma forma.
Como un armario, resulta evidente lo que sabemos,
lo que hemos sabido siempre, el saber que no podemos escapar;
y aun así no podemos aceptarlo. Habrá que decidirse.
Entretanto, en oficinas cerradas, los teléfonos agazapados
se preparan para sonar; y todo el impasible,
intrincado y agrietado mundo comienza a despertar.
El cielo es blanco como arcilla, sin sol.
El trabajo nos reclama.
De casa en casa, como médicos, van los carteros.
NOTAS
1. http://zumo-de-poesia.blogspot.com.es
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