martes, 5 de marzo de 2019

[dietario]. [cristino de vera en "TRILOGÍA DE MADRID.MEMORIAS"/francisco umbral]. [valentín-h. medina rodríguez].






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Uno que se había quedado en el Rastro (ya se me olvidaba), haciendo manierismo y puntillismo en su alto buhardillón, era Cristino de Vera, vagamente canario, entrañable y entrañado, alto, estrecho, caído de alma, doliente de acento. Cristino era la víctima de su lucidez.

Cristino de Vera había comprendido en seguida que el hombre tiene que estar solo, soltero, buscándose la aventura de cada atardecer, y dedicando el resto del día al monacato de su creación, que lo suyo era una cosa como de monje medieval que hubiese asistido a las vanguardias de entreguerras. Hacía calaveras, velas, pañitos, soledades, resplandores de llama, conos de sombra, todo mediante un puntillismo/manierismo que martirizaba hasta la locura, y aquello lo exponía una vez cada cinco años, si es que lo exponía, porque lo suyo era, habiéndose elegido tan libre, la prisión del color sin color, la línea sin deleite y el ascetismo romántico, religioso y ateo de sus cuadros.

Cristino de Vera, en su buhardillón del Rastro, se llenaba de vino y palabras, y yo le iba viendo (encontrado luego en tantas otras atmósferas madrileñas) el verdugón del alcohol, el moratón traidor del vino en lo más puro de su expresión de hombre feo y bueno. Seguía peinándose como un niño, con la raya a un lado y el pelo cortito, cuando el amor, el vino, la pintura, la soledad y los años le habían echado siglos sobre la espalda un poco cansada.

Cristino de Vera aparecía y desaparecía en los bosques de alemanas (que no bosques alemanes) que tiene Madrid donde los tiene, entre el Museo del Prado y el Rastro, entre un café y una casa de citas, y su elegancia de hombre inelegante, su tristeza de falso alegre, me devolvían a un presente duro y puro, sin posible progreso, en el que en realidad nos movíamos todos.

-¿Y cuánto crees tú que nos queda, Paquito?
-Pues no lo sé, Cristino.
(Me incluía abusivamente en su generación, que era la anterior a la mía.)
-Ya nos va quedando poco, Paquito.
(Y esto, siempre, con el acento doliente y canario de su soledad, que le doblaba el guanche.)
-Sí, Cristino.
-¿Pero poco de follar o poco de vivir?
(Y me transfería a mí, de pronto, toda la complejidad existencial que era él quien había desencadenado.)
-Ni se sabe, Cristino.
-Ay qué poco nos queda, Paquito.
-Lo que tú digas, Cristino.
Siempre me gustó mucho su pintura seca y mística, porque Cristino era el Juan Gris de la transverberación atea y puntillista, más que cubista, el hombre de tema limitado y técnica segura, pero siempre la misma, el obsesivo de un rincón del cuadro o de la vida que podía trabajar hasta agotarlo o agotarse.

-Que nos va quedando poco, Paquito.

Pero yo creía que me quedaba mucho, porque aún no había empezado, en aquel año sesenta, que tuvo tantos inviernos y veranos (como que a lo mejor fueron varios años), pero yo no quería llevarle la contraria a Cristino de Vera, pintor consagrado y minoritario, como no quería llevarle la contraria a nadie, a mí qué más me daba, oiga, yo había venido a Madrid para darle la razón a todo el mundo, no te jode, que había que colocar un artículo donde fuese, como fuese y con quien fuese, y había que levantar un dinero por las ventanillas, a fin de mes, para pagar las siete pesetas de realquilado en Getafe (que era lo que pagaba don Antonio Machado, de realquilado en Segovia, tiene cojones esto de la literatura).
-Tiene cojones esto de la pintura, Paquito.
-Yo decía de la literatura, Cristino.
-Es igual, Paquito, hijo, es igual, qué más da una cosa que otra, lo cierto es que tiene cojones.

Cristino de Vera, febril en frío, lejano y cercano de Máximo de Pablo o Tino Grandío, el gallego tardo que murió de cáncer de picha, Cristino de Vera, solo en la vida, entre mujeres, citándose siempre por la otra punta de Madrid, Corea, Costa Fleming, todo eso, con extranjeras gilipollas o señoritas bien menores de edad.

Cristino de Vera, solitario, genial y conventual, de quien aparecía un bodegón macabro, con los años, en las mejores casas de Madrid.
-¿Y cuánto crees tú que nos queda, Paquito, hijo?




















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